Las pinturas de Verónica Palmieri son complejos sistemas sin tiempo ni espacio donde todo sucede en la superficie. Puede tratarse de situaciones: promesas de paisajes no del todo cumplidas; o extrañas rondas suspendidas en no-lugares; o alguna de estas figuras descriptas en todo su detalle, aisladas. En los paisajes se respira un aire raro, y tal vez por eso interesante, en los que se perciben cartografías de diversas convivencias. Coexisten elementos y materiales disimiles (maderas, piedra, pelos, diamantes) todos tratados a un mismo nivel de detalle; conviven lugares comunesde la historia del arte que van desde El Bosco hasta el surrealismo, pasando por la pintura holandesa de bodegón y la metafísica italiana; por último, cohabitan las numerosas profundidades sugeridas por sombras proyectadas y luces invisibles dispuestas con total arbitrariedad. Detrás de tanto pluralismo hay un enorme respeto y amor por la pintura, sobre todo por el modelado. Cada elemento de sus composiciones son símbolos o fórmulas móviles para interpretar el universo de obsesiones de Palmieri. Con cada uno podemos jugar a interpretarlos, menos esperando descifrar el sentido último que animándonos a participar del juego que se nos presenta. Dado que lo que vemos nos es familiar (osos de peluches, montañas, paisajes), incluso los modos de representación son bien conocidos por todos, pero el sentido se nos escabulle podemos hablar de las obras de Palmieri en términos de ominosas. Dejá vu. Lo ominoso es la condición en que lo extraño y lo familiar se empalman, volviéndose un concepto eternamente móvil. Pues lo que nos puede parecer familiar en un momento, puede serlo extraño en otro. Freud señala que era “aquello que debería permanecer oculto pero que ha salido a luz.”
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